El valor de la empresa
Ante la posibilidad de incorporar a unos nuevos socios, cabía la necesidad de valorar mi empresa y, en función de su valor, fijar un precio por el porcentaje de participación al que se negociaba la integración de los mismos.
Lo primero que hice, como me recomendaron, fue echar mano del último balance de situación que tenía disponible. En el quedaban reflejados los activos en propiedad de la empresa, sus deudas, etc. Unas sumas, unas restas…cuatro números. El valor resultante de mi empresa era ofensivo para mi orgullo como empresario. ¿Cómo puede ser que tanto esfuerzo, tanto trabajo, se reflejase de forma tan raquítica en el resultado obtenido?
Desde el primer día de mi emprendimiento procuré flexibilizar al máximo la operativa del negocio, adaptarlo a las necesidades cambiantes del entorno, minimizar todo lo posible las inversiones necesarias para el inicio de la actividad sin menoscabar, eso sí, la viabilidad operativa del mismo. Procuré mantener y maximizar la utilidad de todos los factores de producción desvinculándole a la empresa de su propiedad. Traté de facilitar al máximo las adaptaciones y los cambios tecnológicos en el proceso productivo y de prestación de servicios. Procuraba reinventar el negocio continuamente. Huí de las estrategias habituales de financiación, vinculadas al endeudamiento excesivo y al apalancamiento de recursos financieros respecto de los operativos y procuré, por ello, ajustar las acciones de financiación a proyectos de inversión concretos, viables y rentables. Seleccioné con mimo a todos mis colaboradores, aposté fuerte por su formación y procuré involucrarles al máximo en el desarrollo del proyecto, su proyecto. Externalicé todas las áreas de producción no estratégicas para la empresa y por último me guardé como el mayor de mis tesoros… a mis clientes.
Ahora, al revisar el balance, me encontraba sin edificios, oficinas o locales que valorar, sin apenas mobiliario, sin vehículos y sin sus respectivas amortizaciones. Tampoco encontraba mucho detalle en el pasivo. Alguna que otra deuda puntual, cubierta con creces con la tesorería disponible… y poco más.
Durante mucho tiempo me esforcé al máximo por eliminar de la actividad todo lo que no me aportase utilidad, todo lo que no fuese estratégico para la empresa. Por otro lado, traté de conservar la utilidad de los recursos sin tener que ser, para ello, propietario de los mismos. Siempre entendí que esa sería la clave que garantizase la supervivencia, la superación y la expansión de la empresa en un entorno tan cambiante como en el que vivimos.
A vueltas con el balance no podía creer cómo tanto esfuerzo valía tan poco. Mi afán por revalorizar mis sacrificios personales y profesionales de los últimos años me llevó a buscar nuevas alternativas de valoración de empresas. A través de la red de Internet, herramienta útil y necesaria para todos, localicé nuevas estrategias de valoración de empresas. Casi todas versaban en torno a las diferentes alternativas sobre valoración en función de la actualización de los beneficios futuros.
Por supuesto, sabía lo que había ganado en los últimos años. También tenía una idea más o menos clara de los resultados que esperaba para los próximos ejercicios.
Sin embargo ¿Quién iba a darle valor a una previsión a futuro sobre los resultados de mi empresa? ¿Qué argumentos podría utilizar para darle consistencia a mis estimaciones?
Es entonces cuando empecé a verlo claro. La consistencia de los resultados futuros dependía de la definición estratégica de mi negocio, de la maximización de la utilidad de los recursos utilizados para la producción, la minimización de propiedades improductivas que no reflejan sino falta de flexibilidad para afrontar los cambios, los colaboradores formados, comprometidos y contentos con su participación en el proyecto de negocio y, sobretodo, aquellos clientes que durante todos estos años mimé y traté de guardar como oro en paño.
Así, descubrí que la flexibilidad de la organización, su visión y misión alineadas, la correcta selección de socios estratégicos, la capacitación e involucración de los empleados y colaboradores y la satisfacción de mis clientes no aparecen en el balance de la empresa pero, sin embargo, son necesarios para dar valor al proyecto de negocio”.
He querido describir este breve relato en primera persona para reflejar de forma más cercana las reflexiones que todos los empresarios pueden plantearse cuando llega el momento de dar entrada a nuevos socios, vender la empresa o iniciar un proceso de sucesión familiar.
La política de gestión y dirección de la empresa tiene un valor objetivo que suma (o resta) respecto del valor reflejado en el Balance. Hoy en día, la empresa no muestra valor en su tangible sino en su intangible, que raramente aparece reflejado en su balance.
Así, la primera recomendación que podemos hacerle a cualquier empresario es la reflexión sobre los métodos de valoración que aplica para obtener una cifra real sobre el valor de la empresa. La segunda, aunque quizás la más importante, debe ser la relativa a la valorización de la empresa. Nada mejor que mejorar la estructura de la empresa y adaptarla a los nuevos tiempos que corren. Así, al valorar nuestra empresa no nos llevaremos disgustos.
Etiquetas: José Miguel
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